Esto sucedió en Lambayeque en 1578
(Extraído de un artículo de la historiadora María Rostworowski de Diez Canseco,
publicado en El Dominical del diario “El Comercio” de Lima, el 8 de febrero de 1998).
El 24 de febrero de 1578 cayó una fuerte lluvia que duró toda la noche, según relatos de la época, parecía que se derramaban cántaros de agua sobre la ciudad. Los días siguientes las precipitaciones fueron interminables. El 3 de marzo, un diluvio inundó la región y así continuó hasta el 6 de abril.
El resultado fue desastroso, los ríos y canales principales se salieron de su cauce anegando los valles. Las acequias se quebraron por el caudal de agua arrastrado y un brazo del río entró por en medio de la ciudad. Las casas de adobe se derretían ante el aniego, la catedral de Lambayeque, que en ese entonces lucía “mejor que la de Lima”, se vino abajo. Lo mismo sucedió con las casas del párroco, del cacique y las principales residencias de los españoles.
La aterrada población buscó refugio en los cerros y en las huacas. Se improvisaron toldos y ramadas en los lugares altos, pero las lluvias calaban los precarios techos. Mucha gente se ahogó, otros murieron a consecuencia de las epidemias que se desataron, afectando sobre todo a niños y ancianos.
En el agro las consecuencias fueron devastadoras. Las reservas de granos guardadas en botijas se pudrieron e igual suerte corrió el maíz conservado en hondonadas especiales, construidas por los naturales en lugares desérticos, el agua llegaba a todas partes.
Las gallinas, patos y cuyes perecieron en los aniegos, las llamas que por entonces existían aun en la costa, no pudieron escapar. Las tierras de cultivo se cubrieron de arena y piedras.
Pasadas las lluvias y ante la situación, el corregidor Joan de Monroy obligó a los curacas, bajo la amenaza de deportarlos a Panamá o de ahorcarlos, a reunir a sus gentes para rehabilitar el canal de Taimi. De los pueblos de Ferreñafe, Chiclayo, Jayanca y Reque acudieron los tributarios y en trabajos forzados no sólo arreglaron el Taimi, sino los canales secundarios. A diferencia de las obras públicas realizadas en época prehispánica, no proporcionaron a los trabajadores alimentos durante el tiempo que duraba la obra comunal. Faltos de subsistencias, muchos murieron de hambre y otros huyeron del valle.
No terminaron ahí las penurias, en los nuevos sembríos aparecieron langostas que, cual plaga, devoraban las tiernas plantaciones. Luego ejércitos de ratones invadieron los campos y aldeas dando fin a lo poco que quedaba. Los voraces animalitos comían los capullos de los algodonales y hasta roían la corteza de los algarrobos. Por último, según el documento, gusanos verdes, amarillos y negros se criaban en la podredumbre general.
En esas circunstancias los naturales no tenían con qué pagar los pesados tributos. Las autoridades apresaron a los caciques, les pusieron grillos o los echaron al cepo y los tuvieron encarcelados. Los jefes étnicos se vieron obligados a vender las joyas de sus mujeres, sus adornos y objetos de plata y a desenterrar los tesoros de sus mayores para hacer frente a la codicia de los encomenderos.
Numerosos pobladores ante la penosa situación optaron por abandonar sus aldeas y se refugiaron en la sierra con sus familias. Los que quedaron en los valles morían de hambre y se alimentaban de lagartijas, hierbas, tomates silvestres, vainas de algarrobos y de los frutos de zapote.
El resultado fue desastroso, los ríos y canales principales se salieron de su cauce anegando los valles. Las acequias se quebraron por el caudal de agua arrastrado y un brazo del río entró por en medio de la ciudad. Las casas de adobe se derretían ante el aniego, la catedral de Lambayeque, que en ese entonces lucía “mejor que la de Lima”, se vino abajo. Lo mismo sucedió con las casas del párroco, del cacique y las principales residencias de los españoles.
La aterrada población buscó refugio en los cerros y en las huacas. Se improvisaron toldos y ramadas en los lugares altos, pero las lluvias calaban los precarios techos. Mucha gente se ahogó, otros murieron a consecuencia de las epidemias que se desataron, afectando sobre todo a niños y ancianos.
En el agro las consecuencias fueron devastadoras. Las reservas de granos guardadas en botijas se pudrieron e igual suerte corrió el maíz conservado en hondonadas especiales, construidas por los naturales en lugares desérticos, el agua llegaba a todas partes.
Las gallinas, patos y cuyes perecieron en los aniegos, las llamas que por entonces existían aun en la costa, no pudieron escapar. Las tierras de cultivo se cubrieron de arena y piedras.
Pasadas las lluvias y ante la situación, el corregidor Joan de Monroy obligó a los curacas, bajo la amenaza de deportarlos a Panamá o de ahorcarlos, a reunir a sus gentes para rehabilitar el canal de Taimi. De los pueblos de Ferreñafe, Chiclayo, Jayanca y Reque acudieron los tributarios y en trabajos forzados no sólo arreglaron el Taimi, sino los canales secundarios. A diferencia de las obras públicas realizadas en época prehispánica, no proporcionaron a los trabajadores alimentos durante el tiempo que duraba la obra comunal. Faltos de subsistencias, muchos murieron de hambre y otros huyeron del valle.
No terminaron ahí las penurias, en los nuevos sembríos aparecieron langostas que, cual plaga, devoraban las tiernas plantaciones. Luego ejércitos de ratones invadieron los campos y aldeas dando fin a lo poco que quedaba. Los voraces animalitos comían los capullos de los algodonales y hasta roían la corteza de los algarrobos. Por último, según el documento, gusanos verdes, amarillos y negros se criaban en la podredumbre general.
En esas circunstancias los naturales no tenían con qué pagar los pesados tributos. Las autoridades apresaron a los caciques, les pusieron grillos o los echaron al cepo y los tuvieron encarcelados. Los jefes étnicos se vieron obligados a vender las joyas de sus mujeres, sus adornos y objetos de plata y a desenterrar los tesoros de sus mayores para hacer frente a la codicia de los encomenderos.
Numerosos pobladores ante la penosa situación optaron por abandonar sus aldeas y se refugiaron en la sierra con sus familias. Los que quedaron en los valles morían de hambre y se alimentaban de lagartijas, hierbas, tomates silvestres, vainas de algarrobos y de los frutos de zapote.
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